Cuéntame una historia donde él acaba de cumplir veinticuatro años y ya hace siete que trabaja en la construcción. Una historia donde lo contrata un tal Artemio, porque sabe que trabaja duro y no mira el reloj. A él ponle un nombre cualquiera, uno que apenas suene, algo propio de un tipo así, que se asombra, sobre todo con los ojos y que tiene manos grandes que le molestan cuando no está trabajando.
A mí me parece que esta historia me la tienes que contar donde todo transcurra en invierno, ¿sabes por qué? Porque así, cuando él entra a la pensión que le recomendó ese tal Artemio, lo desconcierta un olor a parafina, y entonces duda y vacila..., pero ni se entera que es porque ese olor le recuerda a su infancia apurada en algún lugar del sur. Cuéntame que al final se decide y paga por adelantado sin preguntar nada más, porque la pensión es limpia, y en su habitación hay una cama de hierro, un poco corta, un ropero de dos puertas, una mesa con mantel y...un calentador, nada más.
Sigue contándome que él se queda solo en la habitación, pero no tantea el colchón como lo haríamos todos, pero si abre el bolso y saca con cuidado su ropa, incluso una camisa nueva, envuelta en papel celofán, ese que cruje, saca un jarro, una taza, una caja con bolsitas de té y nada más, para no agrandar el bolso. Que se instale con algún gesto meticuloso que delate su costumbre de estar solo...y déjalo ahí, calentando el agua que sacó del baño para prepararse un té.
Ahora muéstrame la pensión pero desde arriba, para que yo vea, que del otro lado del tabique, donde está la cama de él, hay otra y que esos diez centímetros de pared frágil son una frontera íntima y ambigua que las separa pero al mismo tiempo las une. De hierro la cama de él y de hierro también la otra, pero con una blandura de flores pálidas en el cubrecama...y si quieres, un detalle mínimo, pero definitivo, como por ejemplo...un pinche para el pelo...y déjame ahí arriba, abismado, convertido en un Dios impaciente, esperando a que él...y ella estén acostados...pero despiertos, separados...pero juntos.
Ahora háblame del frío y de la cal. Cuéntame como a él la cal le parte las manos y como a ella se le marcan los pezones en la polera que se puso para acostarse y no digas más, porque él siente sus palmas hambrientas de suavidad y ella se demora en el espejo, peinándose, los pechos ávidos de calor y el gesto detenido porque acaba de escuchar el gemido metálico de la cama cuando él se acuesta. Entonces ella deja caer el cepillo y él va a mirar el tabique por primera vez y hasta quizás lo toque con el dorso de la mano.
Ahora sigue contándome cómo va elaborándose ese diálogo secreto de golpecitos y toses, como en la noche sin luna, el chasquido de un fósforo y el roce de unos dedos inventan un idioma que pone en fuga la soledad y aniquila el frío. Mañana ella a atreverse a una pizca de color en la cara y él va a desgarrar el papel celofán sin pesadumbre...pero ahora...que duerman...shhhtt...pero dime que los dos siguen atentos para que las pesadillas fracasen...él y ella, acostados, vueltos hacia la pared cada vez más y más delgada...pero ahora que duerman...shhhhttt....que duerman...ah, y para cuando me cuentes todo esto, te voy a pedir que la palabra AMOR no aparezca...¿sabes por qué...? ...porque no hace falta.
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